Uno de los pecados mayores es la vida no vivida





La tradición occidental nos enseñó muchas cosas sobre la naturaleza de la negatividad y el pecado, pero jamás nos dijo que uno de los mayores pecados es la vida no vivida. Se nos envía al mundo a vivir plenamente todo lo que des­pierta en nuestro seno y todo lo que viene hacia nosotros. Es una experiencia desoladora acompañar en su lecho de muerte a alguien que está lleno de remordimientos; oírle decir cuánto desearía tener un año más para cumplir esos sueños íntimos que siempre posponía para después de la jubilación. Había pospuesto el sueño de su corazón. Mu­chas personas no viven la vida que desean. Muchas de las cosas que les impiden cumplir su destino son falsas. No son barreras reales, sino sólo imágenes de su mente. Jamás permitamos que nuestros miedos o las expectativas ajenas determinen las fronteras de nuestro destino.
Tenemos el privilegio de contar aún con tiempo. Te­nemos una sola vida, es una pena permitir que la limiten el miedo y las barreras falsas. Ireneo, un gran filósofo y teólo­go de los primeros siglos, dijo que «la gloria de Dios es la persona humana viviendo en plenitud». Es hermoso ima­ginar que la verdadera divinidad es la presencia en la que se armonizan toda belleza, unidad, creatividad, oscuridad y negatividad. Lo divino desborda de pasión creativa e ins­tinto por la vida vivida plenamente. Si te permites ser la persona que eres, todo entrará en ritmo. Si vives la vida que amas, tendrás refugio y bendiciones. A veces la gran caren­cia de bendiciones en y alrededor de nosotros deriva de que no vivimos la vida que queremos, sino la que se espera de nosotros. Estamos en disonancia con la signatura secre­ta y la luz de nuestra propia naturaleza.
Cada alma tiene su forma. Cada persona tiene un des­tino secreto. Cuando tratas de imitar lo que hicieron otros o adaptarte por la fuerza a un molde prefabricado, traicio­nas tu individualidad. Debemos volver a la soledad interior para recuperar el sueño que hay en el fogón del alma. De­bemos recibir ese sueño, maravillados como un niño en el umbral de un descubrimiento. Al redescubrir nuestra na­turaleza infantil, entramos en un mundo de potencialidad benigna. Así penetraremos con mayor frecuencia en ese lu­gar de distensión, júbilo y celebración. Desechamos los fardos falsos. Entramos en consonancia con nuestro ritmo. Nuestra forma de arcilla aprende gradualmente a caminar con júbilo sobre esta tierra magnífica.


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