Alois Hingerl, portero número 172 de la Estación Central de Munich, trabajó hasta tal extremo un día que cayó agotado, muerto. No sin cierta dificultad, dos angelitos lo llevaron al cielo, donde lo recibió san Pedro y le dijo que a partir de entonces sería el ángel Aloisio. Le regaló un arpa y le explicó las normas de la casa celestial. —De ocho a doce de la mañana te dedicarás al regocijo —dijo—. Y de doce a ocho entonarás el hosanna. —Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó Aloisio—. ¿O sea, júbilo de ocho a doce y luego de doce a ocho el hosanna? Pues vaya... Y las copas, ¿cuándo? —Ya se te dará el maná a su debido tiempo —respondió Pedro, un tanto molesto. —¡Pues vaya plasta! —exclamó el ángel Aloisio—. ¿Regocijo de ocho a doce? ¡Y yo que creía que en el cielo no había que trabajar! —Pero acabó por sentarse en una nube y se puso a cantar, tal y como le habían ordenado—: ¡Aleluya, aleluya! Pasó por allí un intelectual, planeando. —¡Oye, tú! —gritó Alois